Por Ivón Peñalver. Editora y autora del libro Ñico Rojas.
Sería muy difícil referirme en pasado a alguien que acompaña el presente de muchas personas; en mi caso, me siento privilegiada al haber conocido a ese hombre que ni siquiera la adultez mayor, ni los momentos difíciles que la vida reserva, casi siempre de modo inesperado, pudo robarle su sonrisa, gentileza, y sobre todo, ese modo de convencer, desde la casi inocencia, de que ser feliz es una condición fácil de conseguir; solo basta con quererlo, según refería sin sombra alguna de duda.
Cada conversación con Ñico era una especie de no preparada clase de vida, toda experiencia del otro le resultaba interesante e increíble. Entonces el asombro terminaba en la expresión, “qué bárbaro”; en caso de que la elogiada fuese fémina, ante el temor de que el término pudiera resultar soez, podía sustituirlo por “única”, con todo respeto de La Rita de Cuba, por supuesto.
Y es que Ñico encontraba la oportunidad de hacerle creer a su interlocutor como el ser más importante del mundo. Recuerdo la primera oportunidad que lo acompañé junto a su familia a su entrañable ciudad de Matanzas, en ocasión del evento, “el matancero ausente”, en esa ocasión se las ingenió para que todas las personas supieran que yo estaba escribiendo un texto con sus anécdotas.
Ahora creo que esa fue la principal razón por la cual el libro Ñico Rojas encontró tan rápido cauce, porque su única pretensión era que las personas pudieran compartir de alguna manera esa experiencia única que significaba para mí estar cerca de sus anécdotas, las cuales — no por repetidas— perdían el encanto de su narración pausada, llena de incidentales, frases graciosas y hasta finales inesperados.
La experiencia de visitar Matanzas en ese acto hermoso de reencuentro entre oriundos e hijos felizmente adoptados por esa ciudad de mar se sucedió en dos oportunidades, y la impresión siempre fue inmensa: en las calles se esparcía la noticia de Ñico vino; desde Radio 26 lo esperaba más de un periodista desde muy temprano; la televisión, por su parte, no se perdía detalle alguno sobre las primicias de ese viaje en que Matanzas tendía esa “trampa” de cariño para intentar robarlo durante un día de su residencia capitalina.
En cualquier caso, la Casa de la ACCA, o de la Cultura de la ciudad capital, o la sede de la Uneac eran sitios que se disputaban su estancia en el lugar. A estos lugares iban a verlo amigos de los años y herederos de esos compañeros de oficio o ventura que crecieron escuchando hablar de él. Unos y otros disfrutaban de su presencia, de los cuentos que quedaron por juntar; las historias que el tiempo dejó inconclusas, los sueños que, sin ser quimeras, seguían siendo aplazados por la urgencia de los días. Y él era feliz, en medio de esos recuentos compartidos.

Todos esperaban a aquel hombre que no se cansaba de repartir estrechones de manos, se disculpaba al no poder inclinarse ante una dama, y no escatimaba un segundo para agradecer tanto cariño que le parecía en demasía, si él solo era un “simple” amante de la urbe matancera.
En aquellas jornadas pedía que fuéramos acompañados de sus hijos, de una de sus nueras, y de alguno de sus nietos; y siempre Eva a su lado. Hechos el uno para el otro, la musa inspiradora de su sentir, le tendía su mano y alma ante cada paso.
Para este 3 de agosto, repito, Ñico, qué difícil recordarte en pasado, y como ves mantener una narración distanciada sin tutearte. Es imposible porque creo que nunca más podría tender distancia entre tu recuerdo y mi experiencia de haberte conocido y querido. Prefiero poner el punto final antes de pensar en los días finales en que pude verte; esos no entran en mi recuento porque no caben en mi idea del caballero que preferiblemente sentado en el sofá de la sala, muchas veces aun guitarra en mano, me hablaba de sus padres, del día de su matrimonio, o del apartamento que construyó a su gusto para su hija al fondo de su casa, o mejor, de su templo, donde fue ejemplo de virtud y de hombre iluminado por la música y el amor.