Jazz afrocubano y afrolatino: etapas y procedimientos estilísticos*

Por Leonardo Acosta,

*Publicado en Clave, Año 6, No. 1-2-3, 2004, pp. 25-33.

Durante medio siglo, la historia del hoy llamado latin jazz y que preferimos designar como jazz afrolatino, se ha venido escribiendo a partir del afro-cuban jazz o cubop iniciado por Mario Bauzá y la banda de Machito & his Afro-Cubans y poco más tarde por la de Dizzy Gillespie con Chano Pozo. Críticos e historiadores como Marshall Stearns, Max Salazar y John Storm Roberts han trazado las líneas generales del nacimiento y desarrollo de este “género” o estilo de fusión entre el jazz y la música afrocaribeña, y desde entonces la crítica por lo general se ha limitado a reseñar su evolución posterior.[1]

El aporte de estos tres historiadores ha sido decisivo para establecer los hechos centrales y suscitar el interés en el tema por parte del público en general y de la crítica en particular. Pero como es lógico, el aporte respectivo de cada uno ha sido diferente. Por ejemplo, mientras Marshall Stearns concedía el papel principal en el cubop o afro-cuban jazz a la colaboración de Chano Pozo con Dizzy Gillespie a partir de 1947, Max Salazar ha rectificado nombres y fechas al señalar como verdadero hito histórico en esta música la composición de Tanga por Mario Bauzá en 1943, grabada por la banda de Machito, y ha rescatado para la historia el papel fundamental de Bauzá en el surgimiento y desarrollo del jazz afrolatino. Por su parte, John S. Roberts ha trazado un cuadro bastante completo de los antecedentes y precursores de esta música en Estados Unidos, desde fines de los años 1920 e incluso en fechas anteriores.[2]

Sin embargo, en su historia del jazz Marshall Stearns hacía observaciones de gran interés que en mi opinión no han recibido la atención merecida, lo que exigiría investigaciones más exhaustivas en esa dirección. Incluso se ha criticado con ironía su libro, y se le ha calificado de “novelesco” o puramente anecdótico y no estrictamente musicológico, tal como lo ha hecho, por ejemplo, Günther Schuller.[3] A pesar de nuestra gran estima por la obra musicológica de Schuller, nos parece injusta la subestimación del clásico libro de Stearns, quien se apoyó para su investigación en antropólogos como Melville Herkovits y Fernando Ortiz, sobre todo en sus primeros capítulos. De especial interés resultan sus páginas sobre las distintas músicas de las Antillas y el ámbito del Caribe, a las que compara con la música créole de Nueva Orleáns, aceptada ya sin reservas como la cuna del jazz.[4] Stearns no sólo se documentó mediante la lectura e intercambios personales con los especialistas en las culturas del Caribe, sino también viajó a estos países y señaló la importancia de Cuba, Haití, Martinica y otras islas caribeñas respecto al nacimiento y formación del jazz.

Ilustración de Frank Martínez/ Imágen tomada de revista Clave
Ilustración de Frank Martínez/ Imágen tomada de revista Clave

Es un lugar común decir que el jazz resulta de una mezcla de dos grandes tradiciones musicales, las de Europa y África occidental; pero nunca se insistirá lo suficiente en que su aparición justo entre los siglos XIX y XX, y precisamente en Nueva Orleáns se debe, para describir el fenómeno a grandes rasgos, a la amalgama de una música créole similar a la de las islas españolas y francesas del Caribe con otra música surgida en las plantaciones de la Louisiana y otros estados sureños en que se mezclaban las tradiciones africanas con las anglosajonas. La tradición créole nos daría el ragtime, mientras la otra aportará géneros como los blues y las gospel songs. Debo insistir en el carácter demasiado esquemático de lo aquí planteado, pues el proceso es bastante más complejo. Pero me interesa resaltar la importancia de esa música mestiza o créole, que produce géneros como contradanza, habanera, camboulay, beguine, quadrille, cakewalk, ragtime, danzón y otros que llevan en sí la mezcla de lo africano y lo latino (español o francés) y cuyos rasgos son evidentes en la producción musical de esta región hasta bien entrado el siglo XX.[5]

Hay otros hechos muy interesantes para nuestra indagación, y al menos aparentemente desvinculados (aunque no realmente) de la conexión que hemos hecho entre Antillas francesas-La Habana-Nueva Orleáns, como fue el auge de la música afrocubana en varios países europeos, con centro indiscutible en París. Y a pesar de que numerosas jazz bands cubanas grabaron en La Habana en los años 1930 (Hermanos Palau, Hermanos Castro, Casino de la Playa), las únicas grabaciones de orquestas cubanas de esa década con verdaderos elementos de jazz, incluyendo improvisaciones, son las realizadas en París. Un ejemplo notable es la serie de discos compactos editados desde 1988, entre ellos los de la orquesta de Filiberto Rico, significativamente nombrada Rico’s Créole Band, en la cual figuran músicos de las Antillas francesas como el trompetista Abel Beauregard (Guadalupe), el baterista Flavius Not (Martinica) y la cantante Orphélien (Martinica). Asimismo, los trompetistas afronorteamericanos Barry Cooper y Arthur Briggs trabajaron y grabaron con las orquestas cubanas en París.[6]

Filiberto Rico llegó a París en 1926 con su orquesta, al igual que Emilio Barreto, con su jazz band Hermanos Barreto; luego arribaron otras bandas cubanas como la de Oscar Calles y los Hermanos Castellanos. El saxofonista y clarinetista Filiberto Rico trabajó también en Copenhague con un grupo llamado The Jackson Rhythm Kings, del baterista afrobritánico Johnny Dunbar. De regreso a París trabajó con el clarinetista haitiano Bertin Salnave, quien a su vez había integrado la famosa Southern Syncopated Orchestra junto a Sydney Bechet, uno de los grandes del jazz y también de ascendencia antillana. Rico grabó además con los pianistas y compositores cubanos Moisés Simons, Eliseo Grenet y Oscar Calles, y con el trompetista Julio Cueva, así como con numerosos jazzistas norteamericanos y con la cantante Elizabeth Welch. En los años 1930 llegaron a París otras orquestas cubanas como fueron las de Alfredo Brito, Don Aspiazu y la Lecuona Cuban Boys.[7]

Este insólito movimiento surgido en París reunía nuevamente en una misma música tres factores que confluyeron en el jazz de Nueva Orleáns: los estilos afrocaribeños de Cuba y Puerto Rico; las culturas créole de las Antillas francesas y el jazz hot afronorteamericano. No obstante, este movimiento ha permanecido ignorado tanto en Cuba como en Estados Unidos, y aparece en los años 1990, con las re-ediciones francesas, como un “ave rara” o exótica a la cual sólo se ha prestado atención en Europa. Es cierto que el estilo de estas jazz bands puede parecer algo ya pasado de moda en los años 1930, cuando el jazz entraba en la Era del Swing. En todo caso, esta música se asemeja a la de Nueva Orleáns en las primeras décadas del siglo XX, aunque doblemente permeada por ritmos caribeños como el son, el beguine, la danza, el bolero, el lamento afrocubano o la “rumba de cabaret”. En mi opinión, debe admitirse que aquí se trata por lo menos de un antecedente del jazz afrolatino de los años 1940 y de hoy, en mayor medida que las escasas grabaciones cubanas hechas en La Habana hacia la misma fecha, y de mayor autenticidad que lo intentado por las grandes bandas norteamericanas de la época, en las cuales cuando hay un elemento afrolatino está empleado de una manera más superficial, más bien como un rasgo de color que como algo integrado a la pieza musical.[8]

En La Habana, un buen ejemplo de lo que hacían las jazz bands a principios de 1930 lo proporciona el doctor Cristóbal Díaz Ayala en la interpretación de St. Louis Blues por la Orquesta Hermanos Castro, grabación de 1931 que él presenta como primer caso de fusión entre el jazz y lo afrocubano.[9]

Ilustración de Frank Martínez/ Imágen tomada de revista Clave
Ilustración de Frank Martínez/ Imágen tomada de revista Clave

Creo que se trata de un antecedente, pero tampoco constituye una fusión, entre otras cosas porque no hay improvisaciones de jazz, pero también por la misma pieza escogida. Porque St. Louis Blues, de W. C. Handy, no es propiamente un número de jazz o blues, sino una especie de homenaje al blues escrito en un lenguaje más bien rapsódico (un poco a la manera de Rhapsody in Blue de Gershwin). La versión cubanizada es una yuxtaposición de esta pieza y pasajes de El manisero con percusión y ritmos afrocubanos, práctica común en las bandas y grupos de jazz cubanos de esa etapa. Números de la Rico’s Créole Band como Tony’s Wife, Mon Aimé Doudou Moin o Isabelita (1934) son decididamente más jazzísticos y por tanto más apropiados para hablar de fusión, al menos incipiente.

La incorporación de instrumentos de percusión y ritmos afrocubanos constituyó uno de los medios fundamentales para llegar al afro-cuban jazz y al latin jazz, entre otras razones porque son esenciales para la música bailable cubana y caribeña. A esta materia hemos dedicado dos trabajos: uno sobre la percusión en la música cubana y otro sobre su papel en el jazz afrolatino, por lo cual aquí no le dedicamos mucho espacio.[10] Sólo queremos recalcar que aunque fuera este uno de los medios por el cual se llegó al cubop, hace ya más de cincuenta años, hoy debemos insistir en que no es el único factor, ni tampoco imprescindible, pues por sí solo es incapaz de lograr la deseada amalgama como si fuera una fórmula infalible. Nuestro propósito es precisamente mostrar el empleo de la percusión afrocubana como uno de los varios procedimientos, recursos y tendencias para llegar a una síntesis realmente orgánica de dos lenguajes musicales, elementos que serían a grandes rasgos los siguientes:

1. Empleo de la percusión y los ritmos afrocubanos en el jazz.

2. Ejecución de temas cubanos (o “latinos”) jazzeados (jazzed- up latin standards).

3. Temas de jazz, blues y canciones norteamericanas con ritmos “latinizados” (latinized jazz standards).

4. Empleo del formato de jazz band para la música afrolatina, con influencia del jazz en la armonía, conducción de voces y orquestación.

5. Integración de una sección rítmica con tres percusionistas, bajo y piano.

6. Fusión gradual del fraseo del jazz y el afrocubano en los distintos instrumentos solistas.

7. Adopción de compases como el 6/8 y patrones rítmicos afrocubanos en la composición de números de jazz.

8. Composiciones y arreglos concebidos específicamente en términos de la fusión entre ambos estilos.

9. Unidad estilística entre los arreglos y los solos improvisados.

Procedimientos como estos pueden corresponder a pasos o etapas cronológicas, pero sólo relativamente, ya que varios de ellos pueden ocurrir sincrónicamente. Por eso el orden aquí esbozado es tentativo y acaso algo arbitrario, aunque hemos tratado de proceder de lo más sencillo a lo más complejo. Asimismo, no insistimos en los elementos comunes a ambas músicas (síncopas, riffs, patrones de llamado-y-respuesta, improvisación, etcétera) por estimar que son ya bastante conocidos y existe una abundante literatura sobre el tema.[11]

En cambio, queremos hacer énfasis en un fenómeno poco observado, y es que cada paso significativo hacia la fusión, ya proceda de los jazzistas norteamericanos o de los músicos afrocaribeños, va aparejado o tiene como efecto resultante una africanización de cualquiera de las dos músicas. De lo contrario, o sea, si se trata de una simple yuxtaposición de rasgos que no logran mezclarse por ser usados como mero dato colorístico o exótico, se obtiene un producto musical diluido. Esto lo intuye John Storm Roberts cuando dice, refiriéndose a Mario Bauzá y la fusión lograda por él y Machito: “Los [norte] americanismos usados por los Afrocubanos no diluyeron sus elementos cubanos, sino los aumentaron”.[12] Este resultado o efecto que hemos llamado de “africanización” resulta evidente en el caso del jazz al entrar en contacto con una música más cercana a las raíces africanas —como la afrocubana—, con lo cual músicos como Dizzy Gillespie, Max Roach, Art Blakey y tantos otros lograban una especie de retorno a las raíces.[13]

En el caso de los músicos cubanos esto puede parecer más extraño, pero los hechos demuestran un proceso de creación similar, incluso en sus mismos géneros musicales más típicos. Por ejemplo, cuando Arsenio Rodríguez transforma el conjunto de son y añade una o dos trompetas, necesitaba un arreglista, y la mayoría de los arreglistas cubanos estaban permeados por la manera de orquestar del jazz. Pero al mismo tiempo Arsenio añade al conjunto una tumbadora (o conga) y elementos de guaguancó, santería y rituales abakuá, y el resultado es la ulterior “africanización” del son que ya conocemos. Lo mismo sucede con el danzón de “ritmo nuevo” de los hermanos Orestes e Israel López, quienes introducen recursos orquestales jazzísticos y fragmentos de standards de Broadway (que sustituyen a los de arias operáticas) y por otra parte enfatizan los pasajes sincopados, al agregar también la tumbadora al formato de la charanga danzonera.

Un tercer ejemplo sería el de los cambios introducidos en la canción y el bolero cubanos por los creadores del feeling, quienes rompen con la armonía tradicional y toman las progresiones armónicas del jazz como referencia, al tiempo que la melodía se aleja radicalmente de la hasta entonces omnipresente influencia italiana y española, y adopta recursos expresivos de los cantantes de jazz afronorteamericanos de los años 1940 y 1950.[14] Pudieran multiplicarse los ejemplos, como el de Dámaso Pérez Prado y el mambo, o como Irakere, que en los años 1970 comenzó a mezclar, por una parte, el bebop y la electrónica del jazz-rock, y por otra los tambores batá y los idiófonos chekeré de origen yoruba.[15]

¿A qué atribuimos este fenómeno de “africanización”, o quizás de mutua fertilización, cuando se amalgaman estas dos músicas? Pienso que el factor esencial en ambas es el ingrediente africano, y que un músico de uno u otro lado que busque esta fusión sin objetivos comerciales elegirá en la otra música, consciente o intuitivamente, aquello que tiene de africano, que no siempre es lo más evidente: puede tratarse del fraseo “bluseado” (bluesy) en el jazz o en las tensiones rítmicas que generan el swing, o en la polirritmia y rasgos percutidos de la música afrocubana en el caso inverso. Desde luego que esto no debe tomarse como un dogma, como tampoco otro principio que sostengo, y es que en el aspecto ritmático no existen propiamente influencias del jazz en la música afrocubana, como afirman algunos musicólogos, pues todo el arsenal polirrítmico afronorteamericano procede básicamente de esa área del Caribe a que nos referimos en otra parte.[16]

Volviendo a los puntos señalados como “etapas” o pasos hacia la fusión del jazz afrolatino, comenzamos por el más obvio y ya comentado: el empleo de instrumentos de percusión afrocubanos en el jazz. Ante todo, nos encontramos con un hecho histórico, y es que el cubop de Dizzy Gillespie y Chano Pozo coincide con la incorporación más o menos permanente de la tumbadora a una auténtica orquesta de jazz afronorteamericana. Se trata aquí del tambor usado en los géneros populares más raigales (grass roots) y más africanizados de Cuba de carácter profano, es decir, excluyendo los toques religiosos o litúrgicos; nos referimos a la rumba y la conga, en sus versiones originales y no comerciales. Por este motivo precisamente este tambor fue discriminado en la isla hasta los propios años 1940. Los conjuntos soneros no lo incluyeron hasta 1938 (Arsenio Rodríguez) y las charangas danzoneras un año más tarde (Antonio Arcaño), mientras las jazz bands la emplearon sólo esporádicamente, en grabaciones y shows de cabarets, hasta que Machito la incorporó definitivamente con Carlos Vidal, en 1943.[17]

Los músicos cubanos de jazz emplearon la tumbadora en sus jam session o “descargas”, aunque también esporádicamente y hacia la misma época. En Estados Unidos, Charlie Parker grabó en 1946, para lo cual agregó a su quinteto dos percusionistas cubanos: Diego Ibarra (conga) y Guillermo Álvarez (bongó), y en 1951 grabó con José Mangual y Luis Miranda, de la banda de Machito. Muchas grabaciones de esta época, incluyendo las de  Bird y algunas de Chano Pozo con Dizzy, denotan aún cierto choque o desbalance entre los patrones rítmicos afrocubanos y los del bebop, y una relación “incómoda” entre la percusión y los solistas. Esto es comprensible por varias razones, algunas de las cuales nunca se han explicado debidamente. Y por extraño que parezca, el problema podría remontarse a la idea mis- ma que se hicieron los teóricos y reafirmó la práctica musical de occidente sobre la música, en general, y los instrumentos de percusión, en particular.

Ilustración de Frank Martínez/ Imágen tomada de revista Clave
Ilustración de Frank Martínez/ Imágen tomada de revista Clave

Según el común criterio occidental —que adoptó el jazz durante mucho tiempo— la percusión es sólo para acompañar. Pero entre los africanos y en ciertas músicas afrocaribeñas y afrobrasileñas los instrumentos percutidos no son sólo acompañantes: pueden ser autosuficientes, cantar con voz propia y hasta constituir una orquesta o conjunto de voces que desarrollen un discurso polirrítmico, a veces alternando con la voz humana, ya sea solista, en coro o ambos. Hoy los músicos de jazz han rebasado por lo general aquellos problemas y adquirido conocimientos sobre los principios de la música africana y afrolatina. Un paso fundamental se dio cuando la sección rítmica básica del jazz (bajo, batería y piano) logró integrarse con la polirritmia afrolatina, y complementar los figurados rítmicos de la tumbadora, el bongó y las pailas con los tumbaos, montunos, guajeos y demás figuras rítmicas típicas (por supuesto, estamos planteando el proceso desde el punto de vista de la música afrocaribeña).

Si planteamos la cuestión partiendo de los músicos de jazz, debemos comenzar por analizar el comportamiento de la sección rítmica standard, es decir, la batería, el contrabajo, el piano y en ocasiones la guitarra. Lo primero a destacar es que tampoco aquí se trata únicamente de una función de “acompañamiento”, pues la sección rítmica establece un contrapunto interno que a su vez actúa sobre cada uno de los solistas. Aquí debemos considerar los esclarecedores planteamientos de Ingrid Monson en su libro Sayin’ Something,[18] donde establece la importancia de la interacción rítmica e improvisatoria entre los componentes de la sección de ritmo en el jazz (batería, bajo, piano), y entre estos y los solistas de otros instrumentos (trompeta, saxofón, etcétera). Monson subraya el carácter comunicativo y colaborativo de la improvisación y el sentimiento de comunidad (momentánea o permanente) que se establece entre los músicos, especialmente los integrantes de la sección rítmica. La interacción simultánea y la empatía entre ellos a su vez generan la construcción del texto musical y el desarrollo de vínculos emocionales y culturales.

De los numerosos aspectos de esta interacción improvisatoria que señala Monson podemos destacar algunos esenciales, como son: a) la importancia del swing o groove colectivo producido por la tensión dinámica entre patrones relativamente fijos y otros variables dentro del conjunto; b) el carácter de “diálogo” entre los ejecutantes, que incluye desde repeticiones, variantes o “respuestas” a una frase y hasta “insultos” (o “puyas”), así como comentarios de apoyo, paródicos o irónicos; c) valor intrínseco de las ideas expresadas en una frase o pasaje musical y que “dicen algo”, que no son ensayadas ni memorizadas, o que “cuentan una historia”, por parte del solista y en parte suscitadas por el groove (onda o atmósfera colectiva) establecido por el grupo; d) el hecho de compartir un código —lo cual se hace extensivo al público— y la capacidad de comunicación que hace posible entre los músicos anticipar lo que va a suceder y hasta “pensar la misma frase”; e) la necesidad de que un músico no sólo se guíe por la estructura melódico-armónico-rítmica de un número, sino que pueda oír simultáneamente las variantes que están introduciendo los demás integrantes del grupo.

No escapa a la autora el hecho de que el mismo proceso ocurre en los conjuntos de tambores del África occidental y en las secciones de percusión de la música afrocaribeña, y cita el caso específico de la música jujú de los yoruba de Nigeria.[19] Como es lógico, estas músicas emparentadas pero con códigos y prácticas distintas (histórica, cultural y socialmente determinados) requieren un tiempo para entremezclarse y adaptarse unas a otras. Lo que plantea Ingrid Monson sobre la rhythm section en el jazz es válido para un trío de tambores batá, de rumba (tumbadoras y quinto) y de mambo o de salsa (tumbadora, bongó, timbales). Si tenemos en cuenta, por ejemplo, que en todo grupo de tambores hay uno que hace el papel del bajo, y que la batería de jazz constituye en sí “un grupo, por derecho propio”, según frase de Monson, pues incluye bombo, caja, tom-toms y platillos; ¿cómo compaginar dos de esas secciones rítmicas sin que se interfieran unos a otros? Ese fue desde sus inicios el dilema del latin jazz, por la dificultad al repartir las “voces” en un nuevo contexto, lo cual requiere un nuevo rol para cada instrumento o al menos una restructuración de la “sección rítmica”.

Otros recursos mencionados para intentar la fusión de ambas músicas (puntos 2 y 3), son la interpretación de números afrolatinos “jazzeados” o a la inversa, de temas norteamericanos con ritmos afrocaribeños. Lo primero fue usual entre los músicos de jazz en Cuba, tanto en los jam sessions o descargas como en grabaciones: un ejemplo es la grabación del bolero Desconfianza por un sexteto dirigido por Bebo Valdés en 1952, otros serían por discos de larga duración grabados por pianistas como Frank Emilio Flynn, Peruchín Jústiz y Rubén González en los 1960, con percusión cubana, números del repertorio cubano e improvisaciones jazzísticas.[20] En Estados Unidos, Dizzy Gillespie y Stan Getz grabaron juntos Siboney, y el propio Getz grabó Tabú con el guitarrista Johnny Smith, en ambos casos con un fraseo típico del bop y el cool jazz, y sin percusión cubana alguna. Posiblemente quien más piezas cubanas incluyera en su repertorio fue Cal Tjader, quien dio otros pasos significativos hacia una verdadera fusión (integración de una sección rítmica con percusión afrocubana, solistas cubanos, etcétera).

El formato de jazz band para tocar música afrolatina tampoco significó una verdadera fusión, al menos en los años 1930. En Cuba, unas pocas bandas tocaron realmente jazz (Armando Romeu, Bellamar, Isidro Pérez, Chico O’Farrill o Germán Lebatard); la mayoría se limitó a tocar arreglos standards norteamericanos. Lo importante en esas bandas fue su formato mismo, que acostumbró a los músicos y al público a una sonoridad típica del jazz, y a los músicos al fraseo, dicción, ataque y otros elementos de este, aun cuando fuera sólo en el trabajo de sección. Pero hubo otro aspecto determinante en este proceso, que fue la labor de los arreglistas cubanos como Chico O’Farrill, Armando Romeu, Bebo Valdés, Peruchín Jústiz o Pucho Escalante, que introdujeron en nuestra música importantes elementos de jazz en cuanto a la armonía, conducción de voces y orquestación en general.[21] Tampoco las bandas norteamericanas lograron un pleno lenguaje de fusión anterior a Machito, Bauzá y Dizzy, y cuando incluyeron elementos afrocubanos fue como un añadido colorístico, lo que se conoce como una “quinta rueda” (fifth wheel). Duke Ellington logró cierta atmósfera afroide y un antecedente al latin jazz que se ha hecho clásico, Caravan, del puertorriqueño Juan Tizol; Cab Calloway logró captar algún matiz afrolatino en los años 1940, así como luego Charlie Barnet y Stan Kenton. Pero lo importante es que hubo un acercamiento por ambas partes, y se interpretaron piezas de uno y otro lado.

Ocasionalmente las jazz bands norteamericanas emplearon instrumentos afrocubanos, o la batería asumía el rol de estos, pero sólo al contacto con los Afro-Cubans de Machito fue que Stan Kenton —el primero en hacerlo— decidió emplear una sección rítmica afrocubana completa, que fue precisamente la de Machito, y al pianista cubano René Touzet para complementarla.[22] El empleo de tres percusionistas que se complementan con los tumbaos del bajo y los montunos y guajeos del piano (nuestro punto 5), fue haciéndose más frecuente, y hoy resulta la norma en gran parte del jazz afrolatino.

De importancia vital es la cuestión del fraseo, que contrariamente a la creencia general, ofrece más dificultades que la asimilación de patrones rítmicos como la clave, la cual se ha convertido en una especie de fetiche o de superstición, cuando en realidad no es esencial para el latin jazz.[23] En Cuba los primeros pianistas que lograron fundir ambos idiomas en el fraseo fueron posiblemente Peruchín Jústiz, Frank Emilio Flynn y Bebo Valdés, tal como lo hicieron en el saxofón José Chombo Silva y Virgilio Vixama, y en la trompeta Alejandro el Negro Vivar y Alfredo Chocolate Armenteros, entre otros. En Estados Unidos fueron músicos como Gillespie, Sonny Rollins, Fats Navarro (de padres afrocubanos), Tadd Dameron, Bud Powell, todos ellos músicos de bop, pues sin duda el bebop se prestó más que el swing a la experimentación con lo afrocubano. No obstante, no hay que exagerar en cuanto al fraseo, pues tampoco se trata de cambiar totalmente como quien traduce de uno a otro idioma, como lo demuestran, por ejemplo, los solos eminentemente jazzís- ticos de Brew Moore, Zoot Sims o el propio Bird con la banda de Machito.

Otro recurso o enfoque cuyo papel es importante en la fusión afro-jazz fue la adopción de algunos patrones y compases asociados a la música afrocubana por parte de compositores de jazz norteamericanos. Un buen ejemplo sería Señor Blues de Horace Silver, en un compás típicamente afrocubano como es el 6/8. En este sentido es importante y significativa la etapa del hard-bop y sus principales impulsores, como Silver, Art Blakey y los Jazz Messengers, el compositor-arreglista Benny Golson, el Quinteto de Max Roach-Clifford Brown y hasta Miles Davis, quien usó compases de 6/8 y cuyos bateristas siguieron la línea de acercamiento a lo afrocubano trazada por Max Roach, Art Blakey y Roy Haynes. Esto, sumado a precursores anteriormente citados y otros músicos como George Shearing, Cal Tjader, o Billy Taylor, cuyos grupos contaron con percusionistas cubanos y puertorriqueños.

Muy ligado a lo anterior, lo que enmarcamos como puntos 8 y 9 constituye prácticamente una misma cosa, con sólo una diferencia de grados, o si acaso dos momentos de un mismo proceso. En efecto, las composiciones originales de los propios músicos de jazz y afro-latin jazz (no los standards de Broadway, por ejemplo) son en realidad las que van consolidando ya un verdadero lenguaje de fusión, pues el compositor-arreglista posee los conocimientos y el dominio sobre ambos idiomas y además los ha interiorizado, de manera que cuando escribe una partitura está tomando en cuenta todos los parámetros de ambas músicas y su consiguiente amalgama. Esto vale igual para una big band que para un grupo más pequeño.

Aquí habría que recordar a músicos mencionados más arriba (Dameron, Blakey, Silver, etcétera), así como a Johnny Mandel, autor de Barbados, primer número de bop basado en los blues y con un matiz afrolatino, y por lo general atribuido a su intérprete (Charlie Parker); a John Bartee, quien junto a Bobby Woodlen fue el colaborador afronorteamericano más asiduo de Mario Bauzá; a Ray Bryant, autor de Cuban Fantasy y Cubano Chant; a George Russell (Cubana Be-Cubana Bop); a Johnny Richards, autor de Cuban Fire para Stan Kenton; y Shorty Rogers, quien colabora con Dámaso Pérez Prado en Voodoo Suite y compone Viva Prado para Kenton. Esto por sólo citar a algunos que hoy son poco recordados.

Por la parte afrocaribeña no podemos olvidar a Arturo Chico O’Farrill, autor de las históricas Afro-Cuban Jazz Suites, Cuban Episode y tantos otros clásicos; a Tito Puente, a veces poco recordado en su papel de compositor y arreglista; Armando Romeu (Mocambo, Bop City Mambo, Mambo a la Kenton); Bebo Valdés, autor de Con poco coco (homenaje a Bud Powell); Frank Emilio Flynn, también compositor y arreglista; Rafael Somavilla (Réquiem) y tantos otros.

Al período más reciente y conocido, de verdadero resurgimiento o “despegue” del latin jazz, no podemos dedicarle mayor espacio en este breve ensayo, aunque debemos mencionar a dos agrupaciones que lograron una integración prácticamente total del jazz y lo afrocaribeño: nos referimos a Irakere y Fort Apache. De entonces acá, no sólo hay que contar con músicos innovadores de origen afrocaribeño como por ejemplo Chucho Valdés, Paquito D’Rivera, Danilo Pérez o Jerry González, sino también con muchos de toda Sudamérica, Norteamérica, África y hasta Asia.[24]

Finalmente, debemos aclarar algunos conceptos fundamentales para enfocar y apreciar el jazz afrolatino sin prejuicios. En primer lugar, hay muchas maneras de abordar esta fusión y no existe ninguna fórmula ni criterio único, tal como hemos tratado de demostrar. Tampoco es decisivo el formato instrumental que se utilice, que puede variar desde un trío (o dúo, o solo) hasta una big band o una orquesta sinfónica, y por supuesto también una agrupación vocal. Sin duda es fundamental el papel que ha desempeñado la percusión afrocaribeña en este proceso, por el hecho de que toda esta música posee un carácter notablemente percutivo. Pero no hay que ser dogmáticos en este aspecto, y aceptar el hecho de que puede hacerse jazz afrolatino incluso sin emplear dicha percusión, ya que sus ritmos pueden ser interiorizados por los solistas y transmitidos total o parcialmente a otros instrumentos (batería, contrabajo, piano, guitarra, etcétera), como demuestran varios de los ejemplos citados. Asimismo, reiteramos que se debería rechazar la idea de que la clave es consustancial a toda la música afrocubana, incluyendo el latin jazz.

Cuando se habla de la clave afrocubana, nos preguntamos a cuál clave se hace referencia, pues casi siempre se asume que se trata de la clave del son cubano. Pero en la música afrocubana existen muchas claves, y si bien las más conocidas son la sonera y la de guaguancó, están además la clave campesina, la de los coros de clave y otras, muchas de ellas empleadas en los distintos toques de santería y otras músicas rituales, y que a menudo pasan a la música profana. En cuanto al afro-cuban jazz, recordemos que el percusionista que determinó el estilo del cubop fue Chano Pozo, nacido en La Habana y quien muy poco tenía que ver con el son oriental. En cambio, sí era un gran rumbero, cuya especialidad era la columbia, variante de la rumba influida por la música abakuá; era además un experto en todos los toques de las músicas litúrgicas afrocubanas, predominantes en el occidente de la isla (Habana y Matanzas).

Otra cuestión que debemos superar es la distinción que hacen algunos músicos y críticos entre un “latin jazz” y un “jazz-latin”, según el peso específico de una música u otra en cualquier fusión. Esta compartimentación es esquemática y estéril, ya que supone un hipotético grado de fusión “ideal”, casi matemática (un 50% de cada ingrediente), imposible de determinar cuando se trata de dos músicas de por sí tan híbridas que su resultante será inevitablemente un “híbrido de híbridos”. Reiteramos que los procedimientos estilísticos y matices del llamado latin jazz son muchos, hoy más que nunca. Pero sin dudas, lo mejor de esta fusión de fusiones ocurre cuando hay composiciones originales, orquestaciones hechas por músicos que dominan ambos idiomas y solistas con la misma facilidad para improvisar sobre los ritmos y estilos de fraseo de ambos. Ahora bien, al mismo tiempo pensamos que sin esta interpenetración o interacción, sin esta cada vez más lograda empatía y fusión entre los músicos y estilos de ambas corrientes, el jazz perdería en este siglo XXI gran parte de la vitalidad y el espíritu de innovación, enriquecimiento y creatividad que lo han caracterizado desde sus comienzos.


[1] Los términos afro-cuban jazz y cubop suelen utilizarse como sinónimos. Preferimos el primero, que nos parece más abarcador y exacto. El segundo parece más un término de moda en los años dorados del bebop, que algunos atribuyen a Dizzy Gillespie y otros al compositor-arreglista Johnny Mandel.

[2] Marshall Stearns: La historia del jazz, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1966; John Storm Roberts: The Latin Tinge, the Impact of Latin American Music on the United States, New York, Oxford University Press, 1978; Max Salazar: Cubop! The Life and Music of Maestro Mario Bauzá, New York, Caribbean Cultural Center, 1993.

[3]  Günter Schuller: Early Jazz: Its Roots and Musical Development, New York, Oxford University Press, 1968.

[4] Durante un tiempo Leonard Feather sostuvo la tesis de que el jazz había surgido simultáneamente en distintas ciudades y no sólo en Nueva Orleáns, pero esta tesis no fructificó. Véase Leonard Feather: The Book of Jazz, New York, Horizon, 1959. No debe confundirse este libro con el clásico de Joachim E. Barandt: Das Jazzbuch. Von Rag bis Rock, Frankfurt, Fischer, 1973.

[5]  Leonardo Acosta: Música y descolonización, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1982; Rogelio Martínez Furé: Diálogos imaginarios, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997; Janheinz Jahn: Muntu: las culturas neoafricanas, México, Fondo de Cultura Económica, 1958.

[6] Véanse los discos de Harlequin Cuban in Paris 1930-1938, HQ 2063, vol. 2 (texto de Alain Boulanger, 1988) y especialmente Rico’s Creole Band, HQ CD 41, vol. 2 (texto de Bruce Bartin, 1994).

[7] Leonardo Acosta: Descarga cubana: el jazz en Cuba. 1900-1950, La Habana, Ediciones Unión, 2000.

[8] Leonardo Acosta: ibídem; John Storm Roberts: op. cit.

[9]  Cristóbal Díaz Ayala: Cuando salí de La Habana. 1898-1997: Cien años de música cubana por el mundo, San Juan, Editora Centenario, 1998 (incluido en el CD).

[10] Leonardo Acosta: “La percusión cubana y sus ritmos”, ponencia presentada en el encuentro Percusión 91, Barlovento, Venezuela, agosto 1991; y “La percusión afrocubana en el latin jazz”, ponencia presentada en el Primer Simposio de Musicología Puertorriqueña, San Juan, noviembre de 1998.

[11] Véase por ejemplo Marshall Stearns: op. cit.

[12]  “The americanism used by the Afro-Cubans did not water down their Cuban elements; they augmented them” (John Storm Roberts: ibídem).

[13]  Sobre este planteamiento véase Música y descolonización, capítulos 6 y 7.

[14]  Leonardo Acosta: Descarga cubana…, cit. Sobre un proceso similar en otros géneros, Dora Ileana Torres: “Del danzón cantado al chachachá”, en Radamés Giro (selección y prólogo), Panorama de la música popular cubana, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1995.

[15] Véase el disco LD Irakere, Columbia 35655, 1979 (Premio Grammy) con textos de Leonardo Acosta y John Storm Roberts. Sobre Dámaso Pérez Prado véase Leonardo Acosta: “¡Qué rico mambo!”, en Elige tú, que canto yo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993.

[16] A esta temática dedicamos otros trabajos.

[17] Los primeros géneros afrocubanos que pasaron la barrera de color fueron el danzón, que empleaba los timbales o pailas (derivado del tímpani sinfónico) y el son, que hasta fines de los años 1930 empleaba el bongó como único instrumento percutivo.

[18]  Ingrid Monson: Sayin’ Something: Jazz Improvisation and Interaction, Chicago, University of Chicago Press, 1996.

[19]  Ingrid Monson: ibídem.

[20] El disco LD Cubano!, producido por Norman Grantz para la Mercury en 1952 fue el primero grabado en La Habana por un grupo cubano de bebop, bajo la dirección de Bebo Valdés. Hay discos de los pianistas Frank Emilio Flyn, Peruchín Jústiz y Rubén González grabados en los años 1960 por la disquera estatal Egrem.

[21] Leonardo Acosta: Descarga cubana…, cit.

[22]  John Storm Roberts: op. cit.

[23] Según el gran músico y olú-batá Jesús Pérez, hay seis claves fundamentales en la música afrocubana, sin contar con sus innumerables variantes (comunicación personal al autor).

[24] Los músicos más representativos del latin jazz actual pueden encontrarse en Nat Chediak: Diccionario de jazz latino, Madrid, Fundación Autor/SGAE, 1998; como complemento, puede consultarse también a Scott Yanow: Afro-Cuban Jazz, San Francisco, Backbeat Books, 2000.

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